INFORMÁTICA

Miguel Lorenzo Font

ingeniero de telecomunicación_

 
 
 

La sociedad de la desinformación

Cuando hace 15 años escribí en la revista Aproin aquel artículo “Mentiras arriesgadas”, reconozco que no esperaba que aquello que antes era anécdota se llegara a convertir en un problema de tanta magnitud. Las redes sociales prácticamente no existían, ni el WhatsApp, ni el smartphone tal y como lo conocemos ahora. Por supuesto siempre ha habido bulos, de igual manera que a la prensa siempre se le había cuestionado su imparcialidad, e igual que siempre se ha sabido que la historia la escriben los vencedores con todo lo que ello implica.

Recuerdo un anuncio de televisión que siempre me ha hecho mucha gracia: una madre explica a sus hijos que deben tomar un determinado producto porque “es bueno para las defensas”. Y el abuelo replica: “es que os creéis todo, qué tontería…”. Pero la madre, toda llena de razón, le asegura: “que sí, que es bueno para las defensas: lo he leído”. Así, tal cual, punto y final. Lo ha leído, por lo tanto no hay más que hablar. No dice si lo ha leído en una novela, o en una pintada en la fachada de un edificio, o en la Biblia, o en el prospecto del producto... o lo que ya resultaría demoledor: en twitter, o en una cadena de WhatsApp.

Pues así nos luce el pelo. Las palabras se las lleva el viento y nunca han sido de fiar. Pero lo que está escrito… eso tendría que ser cierto, ¿no? Si no, alguien lo habría rebatido con tanta contundencia que no podría seguir publicado. Sin embargo, la realidad es otra. Siempre lo ha sido, pero antes escribía un porcentaje mínimo de la población, mientras que ahora quien más y quien menos escribe algo público: en sus redes sociales, en blogs, en mensajería móvil, en la sección de comentarios de la prensa en su edición digital, en el Parlamento…

Hace pocos meses padecíamos en Galicia una oleada de incendios que en pocas horas nos sobrepasó a todos. Entre los que propagaban mentiras a propósito, los que exageraban las verdades, y los que reenviaban todo lo que les llegaba, compadezco a aquéllos que tenían la responsabilidad de informar y la necesidad de contrastar toda esa información al instante. La inmediatez en la información es enemiga de la rigurosidad. Compadezco también a los dos pobres motoristas cuya matrícula y posterior fotografía con la policía circuló por WhatsApp de manera que en pocos minutos habían sido socialmente condenados como culpables de todos los incendios desde Asturias hasta Estoril.

Los jovencitos cuarentañeros como yo siempre hemos escuchado eso de que vivimos en la sociedad de la información. Y yo me pregunto… ¿cuándo se ha convertido en la sociedad de la desinformación? ¿Cómo sabemos qué podemos creer y qué no? Una fuente deja de ser fiable en el momento que dice algo que no nos gusta. Si dudamos, no pasa nada, una búsqueda adecuada en Google y encontraremos todo tipo de argumentos (escritos) que demuestran que la razón la tenemos nosotros.

Por fortuna en los últimos meses da la impresión de que por fin, de boquilla y ¡por escrito!, en algún caso incluso por sentencia judicial, parece que esos grandes “meros intermediarios” como son Google, WhatsApp, Facebook y compañía, van a empezar a tomarse en serio la guerra contra la desinformación, probablemente porque se dan cuenta de que la sociedad de la información se nos ha ido a todos de las manos. Yo termino esta reflexión con la esperanza de que la sociedad de la desinformación no haya venido para quedarse, que si alguien lee este artículo dentro de un año piense que está completamente obsoleto, y que la sociedad de la información ha recuperado todo su esplendor en 2019. Por si acaso, quédense con la fecha de hoy… 17 de enero de 2018.